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LA PAREJA DEL TREN

  • Por Silvia Congost
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Os quiero contar una historia que me ocurrió en uno de los viajes en tren, de esos que realizo a menudo cuando voy a diferentes ciudades para ofrecer una conferencia.

Debo decir que me encanta ir en tren, siempre lo prefiero al avión, porque me permite trabajar y aprovechar el tiempo. Me llevo el ordenador y un par de libros y se me pasa el viaje en un abrir y cerrar de ojos.

En esta ocasión, sin embargo, nos tocaron dos asientos de esos que estan en un espacio de cuatro, es decir, hay dos personas frente a ti, mirando hacia ti, y sin ninguna mesa en medio.  La cosa no empezaba muy bien, porque eran tres horas de viaje y tenía un montón de trabajo que adelantar, pero ya hace tiempo que he aprendido a aceptar los cambios inesperados que la vida nos impone, y que no acaban de encajar con lo que teníamos previsto. Intenté buscar la parte positiva: eran una pareja bastante mayor (él 88 años y ella 76), cogidos de la mano, que nos miraban con una gran sonrisa y esperando para empezar a hablar con nosotros. La situación me parecía de lo más interesante, me encanta la gente mayor porque te enseñan muchísimo.

Fue muy fácil iniciar la conversación, les pregunté si eran pareja a lo que me respondieron orgullosos que llevaban 16 años juntos. Luego supimos que ambos eran viudos, que se habían conocido una tarde en una cafetería y ya no se separaron.

Ella no paraba de expresar lo agradecida que estaba de haberle conocido, de lo mucho que la amaban los hijos de él y de lo felices que eran los dos. La verdad es que al señor se le veía entrañable, muy sociable y divertido, aunque también un poco intransigente e inamovible con sus ideas. A ella la veía muy buena, de esas personas que han sufrido mucho pero que transmiten mucha bondad, que son felices cuidando a los demás y con un toque aniñado, que no acababa de entender.

Para profundizar un poco más en la conversación, le preguntamos a él cuál creía que era su mayor virtud, a lo que nos respondió que su parte sociable, su disciplina y rectitud. A continuación, le preguntamos por su mayor defecto y fue muy divertido porque se quedó sorprendido, se puso a pensar un momento y dijo que él no tenía ningún defecto. Le dijimos que tal vez, el hecho de pensar que no tenía ningún defecto, era su defecto, pero no nos entendió o no quiso entendernos.

Seguimos hablando y ella me explicó que había crecido en una familia en la que la maltrataron muchísimo, hasta el punto que tuvo que ingresar en un hospital psiquiátrico para salir de su casa. Una auténtica historia de terror con la que aún se estremecía y se le llenaban los ojos de lágrimas al recordarla. Parecía que haber encontrado al hombre que la acompañaba, ese que estaba convencido y orgulloso que no tenía ningún defecto, era el mayor regalo que la vida le había ofrecido.

Cuando ya llevábamos más de la mitad del viaje, él nos explicaba cosas sobre su anterior esposa y madre de sus hijos, que había muerto hacía muchos años. Se sacó la cartera del bolsillo y nos enseñó una foto. Al momento, ella nos explicó que él llevaba esa foto de su anterior esposa, pero que a ella, en cambio, no le permitía llevar ninguna foto de su anterior marido. Él, en su casa, aquella en la que había vivido toda la vida, tenía fotos de su ex mujer. Pero ella, en su casa, en la que siempre había vivido desde que se casó con su ex marido, no podía tener ninguna foto de su ex. Tampoco se lo permitía. Sin embargo, al plantearle sobre esas claríasimas contradicciones e injustícias, más propias de cuando ellos eran pequeños y la población era claramente machista, se limitaba a decir que eso no era cierto, que eso eran cosas que ella se inventaba. Al decir eso, le soltaba la mano y se apartaba un poco de ella.

Después entraron en contradicción con otro tema sobre el que los dos recordaban cosas opuestas y de nuevo, él no tenía ninguna duda de que no se equivocaba. Ni siquiera podía plantearse el hecho de que su cerebro le pudiera jugar una mala pasada, nada. La equivocada siempre era ella.  Nos explicó también (ella) que cuando encontraba a algún conocido por la calle, no podía ni pararse ni mucho menos hablarle o darle algún beso en la mejilla, mientras que él, cuando encontraba a alguna mujer, le daba dos besos, la tocaba y se estaba un buen rato charlando alegremente. Las de él eran todas amigas de la infancia, mientras que los de ella (según él), eran simples conocidos (aspecto que ella negó una y otra vez).

Al final, ella acabó confesándome en un momento que él se levantó a controlar la maleta, que él en más de una ocasión se enfadó mucho con ella (por alguna tontería) y había llegado a hacer la maleta e irse a casa de sus hijos, aunque a los dos días, como veía que con los hijos estaba peor, la llamaba pidiendole para volver como un corderito… Ella por supuesto, le abría las puertas de par en par y volvían a  estar juntos.

Os quería compartir esta historia, porque me pareció una historia muy especial. Un reflejo de lo que nos ocurre cuando conocemos a las personas que tenemos a nuestro alrededor, solo de una forma superficial. Todo parece de una manera, pero cuando profundizas más, con determinadas preguntas, te encuentras con la cara B, esa que todos intentamos esconder ya sea consciente o inconscientemente, esa que tenemos todos pero que es la más cuestionable, la menos buena.

Ella tenía claro que no iba a tolerar jamás que él le pusiera la mano encima, pero no se daba cuenta que con su control y su manipulación, la estaba maltratando.  O tal vez sí que lo veía, pero pensaba que con su edad prefería lo que ya conocía, antes que quedarse sola de nuevo. Lo cierto es que si el maltratador no se da cuenta de lo que hace (o no quiere darse cuenta o no quiere aceptarlo), nada va a cambiar.

Tal vez con todo lo que ella llevaba en su mochila, habiendo tenido que atravesar tanto sufrimiento, ya tenía sus técnicas para evitar el dolor emocional más profundo y quedarse con todo lo bueno, o lo no tan malo.

Y así vivir… y así intenar ser feliz…por fin.

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Silvia Congost

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